Hace cuatro meses que recorro diariamente toda la línea roja del metro. De periferia a periferia.
La línea roja reúne varias características para ser una de las mejores a la hora de buscarse la vida, ya que sus vagones no son muy ruidosos y además está llena de pobres, y ya se sabe que los pobres son los más generosos.
Por eso esta línea está llena de artistas y diferentes buscavidas que hacen más ameno el trayecto.
Durante estos meses he visto una gran cantidad de músicos, sobre todo raperos, alguna cantante de pop, rumberos, vendedores de bolígrafos y alguna sin tantos dones artísticos, pero con el suficiente coraje como para pedir a secas.
El caso es que, esta mañana, se subió una mujer en La Florida, tendría unos cuarenta años, regordeta y con el pelo largo y moreno. Con la voz temblorosa, pero con mucho ímpetu, empezó a vocear su petición, algo así como:
– Buenos días, es la primera vez que hago esto. No me lo puedo creer que ni yo. Me he quedado sin trabajo, con un par de niños, soltera y con un alquiler que no puedo pagar. Los servicios sociales no me ayudan y se me ha ocurrido pedir en el metro…
Yo, que soy Educador y muy de barrio, pensé risueño, para mis adentros, menuda artista de la mentira, no la juzgo, pues, cada cual con su arte, pero a mí no me engaña.
La mujer continuó con su retahíla atropellada y con la voz cada vez más entrecortada. Llegamos a Torrassa y las puertas se abrieron. La mujer salió tan rápido como el que se ahoga, se sentó en el banco del andén y arranco a llorar.
Su historia era tan triste como verdadera, mi cara de listillo se convirtió en la de un bobo, se me entelaron los ojos y, mientras miraba a mi alrededor, viendo a la gente del vagón centrada en sus móviles, me pregunte: cuánto arte seremos capaces de soportar.