En mi interior sigo viviendo en Can Trinxet. En sus casas y en sus jardines, esos rincones industriales que para unos representaba trabajo duro y, para mí, representaba un paraíso libre de monstruos. Esa infancia, la guardé en un bolsillito en el que meto la mano de cuando en cuando para coger trocitos de esa vida que, entonces creía, estaba llena de infinitos alcanzables.
Pero cerraron mi paraíso y pasé a vivir en un piso en el que me sentía atrapada por las paredes. Es curioso, encontré otro lugar, una extraña escuela, en el que podía pasear suavemente la mirada por las baldosas de las paredes, recoger como si fuesen conchas de mar centenares de cosas aprendidas.
Está muy claro: la cocina de la casa de mis padres ha sido nuestra escuela de vida. Allí hemos dado clases de humanidad, de tolerancia, de respeto y sobre todo hemos aprendido a querernos.
Quizás por su condición de laboratorio de alimentos, quizás por el calor de sus fogones, quizás porque elaborando juntos un guiso casero se unen las almas. Quién sabe el porqué, pero se convirtió en la parte más importante de esa casa.
Miles de risas y pocos llantos se han cocinado en esta estancia, bienvenidas y despedidas hirvieron con la alquimia de nuestros progenitores; confidencias, consejos, abrazos y besos recién salidos de nuestro horneado corazón.
¿No parece curioso que el lugar de “trabajo” del hogar se convierta en una pieza tan esencial en nuestro aprendizaje?
Silvia