Diu que diuen

El trayecto

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Se detuvo, una vez más, justo antes de empezar a bajar las escaleras del metro de la Torrassa. Fingió buscar algo en los bolsillos para combatir aquella absurda sensación de que todo el mundo le miraba mientras, parado ante la boca de metro, reunía la última pizca de determinación para seguir adelante. 

Llegó a la altura de las vías justo cuando las puertas del vagón se abrían. Eso le evitó una espera en el andén que quizás le habría hecho desistir y volver a casa.

Se puso los auriculares y pulsó el play sin mirar. Se le escapó una sonrisilla al oír las primeras notas de ‘Dream Brother’. 20 años después, Jeff Buckley seguía convirtiendo aquel trayecto en algo mágico. Por aquel entonces desde el walkman, ahora desde el móvil.  

No pudo evitar mirar a ver quién subía en la siguiente parada. Santa Eulalia, primer vagón. Un punto de encuentro tan recurrente en aquellos días lejanos que aún no se explica por qué no se limitaban a decir “donde siempre”. Ninguna cara conocida cruzó las puertas.

Siguió disfrutando de la música, desde el relax que le proporcionaba el llevar su billete correctamente validado. 20 años atrás habría ido pendiente de la entrada de revisores, inquieto, aunque no mucho. Prefería gastar el poco dinero que manejaba entonces en discos o en la entrada del ‘Señor Lobo’ que en el abusivo precio que la T10 tenía para un joven precario. Desde entonces hasta ahora, el precio de la tarjeta de metro se había multiplicado por ¿4?, ¿6?, ¿10?… prefería no calcularlo. De la misma forma que prefería no calcular lo poco que, en comparación, había mejorado su sueldo. Joder!- se dijo- si es que hay más motivos para colarse ahora!

Hizo una porra mental sobre el número de los presentes el día del juramento que acudirían hoy. En su fuero interno sabía que si estuviera en juego, pongamos, el alquiler del mes, apostaría por el uno. Él mismo. Pero como no había nada que perder, fantaseó con la idea de que aparecieran los cuatro.

Bajó en Marina y, a pesar del tiempo transcurrido, los pies le guiaron hacia la salida correcta sin necesidad de mirar los carteles indicativos.

Las escaleras mecánicas le añadieron suspense al momento, llevando poco a poco hasta su campo de visión el bordillo donde tantas noches habían esperado a que abrieran las puertas de la estación de metro. El mismo bordillo en el que, en uno de esos amaneceres de conversaciones locas, se habían comprometido a reencontrarse justo 20 años después de aquella fecha.

La visión de aquel poyete sin ninguno de sus amigos, no le pilló por sorpresa. No le afloró rencor alguno ni sintió que ninguno de ellos le hubiera fallado. Le jodió más comprobar que en lugar de la panadería que recordaba, ahora el bordillo era de una puta inmobiliaria.

El sentimiento de ridículo dio paso, sorprendentemente rápido, a uno de serena satisfacción por haberle dado a aquella época de amistad magnífica y magnificada, un último homenaje en forma de trayecto de metro que, hoy, le había llevado desde l’Hospitalet hasta su juventud.

J.V. Zapata

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