El dolor por la despedida de la Juana huele a hinojo, como el que echaba a todos los pucheros que preparó cada 8 de abril para el Día del Pueblo Gitano en las fuentes de Montjuïc y en el Gornal. Ese olor y ese sabor a familia, entremezclado con orgullo de pueblo y regusto a saberes de ancestros.
El duelo por la muerte de la Juana de Lacho suena a silencio de respeto, a quejío en romanó y a la risa de los recuerdos de una mujer gitana por los siete costaos que a lo largo de una vida guerrera se convirtió en algo más que una figura de autoridad o referente en el pueblo gitano de Catalunya. Creó, inspiró, contagió de ilusión.
Ella, que nació allí donde las barracas de Can Pi, donde terminaba l’Hospitalet, que estudió en el colegio público Lacho Calí Bají, fundó con sólo 18 años una asociación de mujeres gitanas con el mismo nombre, que significa la Buena Suerte en caló. Desde entonces no paró de trabajar, de idear, de aportar. Nunca se casó ni tuvo hijos. Aunque centenares de personas le han llorado como a una madre.
Juana fue uno de los pilares de la “gitaneidad”, término que ella misma acuñó y difundió, como la autoridad de la suma de experiencias, de los saberes, de la forma de ver, sentir, pensar y vivir siendo gitana. Así lo reivindicaba cuando le interpelaban con argumentos de la intelectualidad paya. Así le decía a sus compañeras de Lacho que debían mostrarse frente al mundo, cuando tenían reuniones con instituciones o autoridades: seguras, orgullosas, alegres, gitanas. En esta misma línea, defendió, impulsó y divulgó el romanó, su lengua, así como las formas gitanas de su transmisión y aprendizaje.
Con este trabajo constante y con esta forma de ser, Juana Fernández se convirtió en inspiradora, ideóloga o co-creadora, según el caso, a veces desde la sombra o la influencia, a veces desde primera línea, de todas las asociaciones y fundaciones relativas a la cultura gitana en Catalunya. Desde la Fundación Pere Closa hasta la Federación de asociaciones gitanas de Catalunya.
Desde bien joven, Juana destacó por su carisma y por su inteligencia; por su coraje, por su sonrisa, y también por su honestidad. No se callaba nada, pero sabía tener la palabra precisa para cada cual. Le importaba, y mucho, mejorar la vida de la comunidad gitana, pero también la de los payos que vivían en sus barrios. Nunca cerró la puerta a nadie.
Durante su juventud vinieron años duros, crisis económicas y la desaparición o transformación de algunas formas de ganarse la vida en la comunidad gitana. También años negros de la secuelas de las drogas en los barrios. Este contexto marcó algunas de sus primeras acciones: acompañar para adaptarse a las nuevas realidades sociales, laborales, económicas al pueblo gitano sin renunciar a ser quién es, ni a cómo vive. “El carro tirado por caballos o bestias hay que mantenerlo como hobby”, les decía a quienes recogían chatarra en carromatos por Bellvitge o Gornal, allá por los 80/90, y añadía: “con la furgoneta ganaréis el doble y trabajaréis mucho menos”. Y así empezó un efecto mariposa alrededor del carnet de conducir.
Sacarse el carnet era para muchas personas el primer paso para aprender a leer y escribir, ya de adultos. Y ella y sus compañeras eran quienes les enseñaban. Primero fueron hombres, chicos y no tan chicos de L’Hospitalet, de La Mina, Zona Franca o Bon Pastor. Luego le siguieron las mujeres, sacudiendo dinámicas y estereotipos. Convenciendo a los hombres más recelosos, a aquellos del: “ las cosas hay que dejarlas cómo han sido siempre”.
Garantizar los derechos de las mujeres gitanas, en educación, en el tema laboral, ante la violencia, fue uno de sus grandes compromisos y motores de lucha. Lo hacía desde el convencimiento que mejorar la vida de las mujeres, dotarlas de ingresos económicos y recursos propios, automáticamente repercutía en una mejora de la vida de las familias y de los barrios. Lo hizo promoviendo cursos para sacarse el carnet de conducir, con talleres de alfabetización, de formación en oficios… pero también, desde la escolarización de los menores.
Juana fue explicando su visión, convenciendo, hablando casa por casa. “Los niños y las niñas gitanas tienen que ir al colegio. No les podemos quitar oportunidades y además así vosotras tenéis más tiempo para vuestras tareas y para poder trabajar y entraría más dinero en casa”, les decía a las mujeres. Incansable, puso soluciones cuando aparecían los problemas. Cada mañana un grupo de voluntarias iba casa por casa recogiendo a las niñas y niños para ir al colegio. Y aquello funcionó. Ahora esos niños y niñas tienen 30 años y participan en la comunidad educativa del Instituto Escuela Gornal como padres y madres.
Juana Fernández viajó por toda España y por Europa para conectarse con otras asociaciones romanís. De uno de esos viajes, precisamente, vino con una idea clara: el pueblo gitano de Catalunya tiene que hacerse ver y celebrar su día, el 8 de abril. Había que ondear la bandera de la rueda, había que cantar, bailar y comer; había que celebrar y mostrar. Y lo consiguió. Consiguió que el 8 de abril sea un día oficial en Barcelona, y también en su ciudad, l’Hospitalet de Llobregat (desde el año 2018).
Ella era “la tía” a la que venían a pedir consejo, a pedir ayuda desde la Mina, Sant Boi o Bon Pastor. Juana tenía carácter y no se callaba su opinión. Eso le sirvió más de un enfado, pero también mayor respeto. Así lo recuerda Antonio, quien reconoce que con el paso de los años, “Juana siempre tenía razón. Era visionaria y pionera”.
La lucha antiracista fue también una constante en su vida. Era una activista presente y organizadora en las protestas por las expulsiones de gitanos de Italia, contra los asesinatos racistas, contra los delitos de odio. Tan solo unas semanas antes de morir, ahí seguía al pie del cañón, mandando mensajes a través de las redes sociales de Lacho Bají Calí, animando a seguir luchando a otras mujeres y a otros hombres.
Porque Juana dejó un legado de compromiso social a centenares de mujeres gitanas y son muchas las Juanas en los barrios que hoy ya están siguiendo su camino.
Ana Vallina Bayón