Si le preguntáis a personas de entre 20 y 30 años es muy posible que os respondan que no conocen eso del 15M. Con suerte os dirán “que les suena”. Es duro, lo sé. Pero es que han pasado diez años. Una maldita década desde que nuestras vidas comenzaron a sacudirse la desidia contemplativa que nos sujetaba a vivir solos entre la multitud. Una década que ha pasado volando, entre manis y asambleas, entre acampadas por la vida y políticas del odio, entre revueltas inacabadas y gobiernos corruptos, entre asaltos a los cielos y caídas en los infiernos. A diez años del 15M todos los análisis son tentativos todavía. ¿Cómo buscar conclusiones de un acontecimiento tan heterogéneo y multiforme?
Cuesta pensar hoy cómo se podían reunir cientos de personas en esas plazas que ahora solo vemos llenas cuando las niñas y niños salen del cole por las tardes. En l’Hospitalet, en la plaza del Ayuntamiento, hubo asambleas de más de 300 personas, cada día. Discutiendo, debatiendo, organizando y aprendiendo a trabajar juntas. Centros de alfabetización política, les llamó Santiago Alba Rico a esas acampadas que se repartían por todo el Estado español. Y es que en estos espacios singulares la política perdía su glamour parlamentario para pisar suelo y discutir sobre cómo organizar las comidas diarias o dónde era el próximo desahucio. De este modo, la política pasó de ser un programa televisivo a una experiencia cotidiana.
Rota la barrera entre representantes y representados se abrió una temporalidad donde las instituciones ya no tenían el monopolio de la palabra. La calle se volvió nuestro espacio de legitimidad, la política era la vida. Con el trasfondo de la primavera árabe las acampadas abrieron sus propios canales de comunicación para contar al mundo que no bastaba con criticar ni mirar lo mal que iba todo (“No nos mires, únete“), era tiempo de implicarse, de unirse a una causa común, cada una de sus propias fortalezas y debilidades. Aunque hoy esto pueda sonar exagerado o incluso naïf, estas acampadas y su posterior fase de descentralización a las ciudades y pueblos abrieron la posibilidad a miles de personas de experimentar la acción colectiva sin tener que presentar credenciales ideológicas ni títulos académicos, de allí el desconcierto de la vieja izquierda incapaz de entender estos nuevos procesos de subjetivación.
Un desborde continuo de los marcos tradicionales de referencia y una fiebre movilizadora extenuante. Entre asambleas y comisiones lo que se construía no era un partido ni un programa político, se buscaba hacer cosas juntas, afectarnos de una en una. A muchas de nosotras se nos abrió un espacio de debate político, de movilización y también de apoyo emocional en pie de igualdad. Y esto es algo que al 15M todavía se le debe reconocer: rescatar a personas de la soledad y la depresión que el sistema (#Error404DemocracyNotFound) había abandonado.
Han pasado diez años y hay quienes todavía reducen el 15M a un partido político o a una consigna, solo ven el presente como consecuencia ineluctable del pasado, solo evalúan el cambio a través de escaños o sondeos. ¿Podemos subsumir los afectos desencadenados por el 15M a unos “cambios institucionales”? Echar la mirada atrás requiere ir más allá del titular, fijarse en las relaciones que nos cruzan y en las identidades que nos encarnan. Requiere fijarse en las trayectorias personales, en los agenciamientos colectivos de todos estos años (desde el municipalismo pasando por el feminismo, desde el asociacionismo al cooperativismo), en los lazos de amistad que hasta hoy perviven, en las ausencias y presencias que todavía nos recorren.
Todas estas son pistas que nos pueden ayudar a rastrear esa memoria esquiva del 15M y salir del relato que busca aleccionar antes que comprender. Como dijo Marina Garcés, reaprender a ver el mundo es lo que nos jugamos en los procesos de lucha, a partir de esto nos transformamos y desplegamos nuestras fuerzas. Abrir brecha en una realidad que parece de plomo, ensancharla y abrir otras más, diseminar los espacios convivenciales con nuevas sensibilidades, nuevos sentidos y deseos, una política salvaje imposible de retener bajo unas siglas.
El 15M no derrocó gobiernos, tampoco acabó con la desigualdad, ni mucho menos desbancó al capitalismo, pero cambió vidas, fue escuela de calle, fue aprendizaje de una nueva política de los cuerpos, semillero de alternativas y repertorio de acción para armar. Para nuestra generación, las hijas del 15M, la pregunta por lo que “fue” el 15M aún no ha encontrado su espacio de reflexión colectiva, su momento de calma, su cierre propio. No sabemos cómo ni cuándo el 15M dejó de ser movimiento social para ser resistencia cotidiana.