La vibración del agua y nuestros ojos a través del cristal nos anunciaba, sin ninguna duda, que algo no iba bien, se veía venir… La tormenta, el estruendo de los golpes. Empezábamos a sentir el aumento del calor en nuestros cuerpos. El asco a los pesticidas y antibióticos nos ponía el gesto torcido. Vimos las cacerolas y las botellas volar por toda la casa. Mientras, nos íbamos diciendo: “esto no va bien”.
Y, vale, tampoco era gran cosa, qué quieres que te diga. No era el mar, ni un río, ni siquiera un estanque tranquilo. Pero, al menos era transparente, tampoco necesitamos mucho. De momento, mal que bien, la pecera tenía agua y algunos alimentos. De vez en cuando algún oleaje sorpresivo, algunos sobresaltos de poca importancia y vuelta a la normalidad. Antes de la catástrofe puedo decir que, en una época del año, ignoro cuál, me colocaban cerca de una ventana de un edificio muy alto, rodeado de otros edificios iguales, desde donde veía el mar. Ahora solo lo intuyo. Parece que la tierra sobre la que estamos fue arrebatada al mar hace muchísimo tiempo. Lo que sí sigo oyendo es ese ruido vibrante en el cielo, ahora más espaciado.
Peces de distintos colores, peces decorativos, ornamentales, esclavos a pensión completa. Un pequeño aleteo por aquí, otro por allá. Unas piedras y una especie de algas de plástico, simulando el mar, supongo, y una mano que, de vez en cuando, nos echa un no sé qué, que nosotros devoramos. Bueno, devorábamos. Una vida carente de todo lo esencial para llamarse de esta manera, pero con todo lo necesario para el simulacro. Hasta ayer. Porque no sé si lo he dicho, pero ayer se rompió la pecera. Nosotros, los peces sin mar, mitigábamos nuestra desgracia convirtiéndola en resignación, al fin y al cabo, otros peces están peor ¡Qué será de ellos en esos mares con más mierda que agua, con mil peligros acechando a cada momento, con las redes y la sartén como único futuro!
Pero ahora la pecera se ha roto. Un artefacto desconocido ha hecho que acabemos todos en medio de un charco de agua y cristales rotos, en el puto suelo. ¡Cielos, esto es el final! Luego, una mano -es pronto para saber si buena o mala- me echa dentro de un cachivache mucho más pequeño. Apenas puedo moverme y además estoy solo, totalmente solo. No sé qué ha pasado con mis colegas, mis ojos topan con un horizonte extraño que me rodea, casi no percibo vibraciones, no sé si es de día o de noche, el tiempo se ha detenido.
Después de esto ¿Qué? ¿Me quedaré aquí solo hasta la muerte? ¿Otra pecera? ¿Y mis colegas? ¿Cómo será esa otra normalidad? ¿Cómo será la nueva pecera? ¿valdrá la pena vivir en ella?
¿Nadie se va a hacer preguntas sobre las causas profundas del por qué se rompió la pecera? ¿Nadie? No, no fue una casualidad. Volaban objetos todos los días, nuestras condiciones de vida se deterioraban por momentos, el agua y el aire putrefactos. Se me hace casi imposible pensar en esta situación y, sin embargo, es lo único que puedo hacer, pensar.
¡Oh! Otro sobresalto. Mi pequeño recinto acuático se mueve ¡se está moviendo!
¡Uf, qué susto!, es sólo que han cambiado la pecera de lugar, bueno, la pecera no, creo que se me olvidó decir que la pecera se rompió. Ahora me encuentro en otro sitio de la casa. Supongo que ante la ausencia de otras diversiones me han colocado en un lugar donde cumpla mejor mi objetivo: Entretener. ¡Qué triste destino el mío! ¡Qué tristeza de todos los destinos! Unos ojos tristes y cautivos mirando a un pez triste y cautivo.
Yo, en cuanto tenga una mínima posibilidad, salto al desagüe más cercano y me deslizo, y si hay suerte, hacia el Mar.
Pepe Rovira