Memòria de les Llambordes

El inválido

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Corrían los años cincuenta, digamos que era el cincuenta y seis. La niña visita a sus abuelos en La Torrassa, saliendo de la otra punta de Barcelona y de un barrio muy distinto y tan… lejano. Eso le parecía a ella, pues debía subir a un trolebús —al que llamaban Gilda—, luego cogían un metro adentrándose en sus profundidades que se le antojaban eternas hasta que aquel punto de luz se agrandaba y llegaba a Santa Eulàlia, última estación. Le ilusionaba la subida hasta el puente que unía los barrios de Santa Eulàlia y La Torrassa, Si había suerte, para ella era un espectáculo ver pasar los trenes y le resultaba agradable el ruido, el traqueteo y los silbidos de estos, pues no estaba habituada a ellos. 

Era emocionante, pero casi siempre al final del puente había personas deformes que pedían limosna; unas veces eran amputados que mostraban sus muñones y otras veces era gente víctima de las malformaciones. Ella lo observaba todo con ojos curiosos y no faltaban preguntas y también las ganas de dejarlos atrás. 

Subiendo por la ronda de La Torrassa se llegaba a una bocacalle llamada Boada, era la calle de los abuelos. Era animada, con gente entrando y saliendo de los establecimientos, el bar Nuevo, la barbería Pepito y Salva, una relojería de un tal Adolfo y la pastelería Granados, todo un referente para el barrio y se llegaba al portal que compartía con la tienda colmado de la señora Ramona. Y también la granja Boada, una modernez absoluta, ya que vendían leche Letona envasada; ¡ah!, pero en casa la preferíamos de la vaquería situada en la cercana calle Progreso, donde se podían ver y oler los animales y donde solo vendían leche por la tarde, después de ordeñar las vacas. 

Desde la ventana del segundo piso, al anochecer, podía ver cómo el sol desaparecía lentamente, cambiando los colores del cielo, y era cuando veía llegar a un hombre sin piernas, sentado en una silla peculiar que funcionaba con un mecanismo que impulsaba con las manos, es decir, como el pedaleo de una bicicleta. Desaparecía entre un laberinto de casas bajas que se comunicaban a través de varios pasillos. 

Fue un descubrimiento que llenó a la niña de curiosidad e inquietud. El hecho de poder desplazarse de ese modo le permitía ganarse la vida (o intentarlo), vendiendo cupones (así lo llamaban en el barrio). Durante un tiempo la niña se dedicó a seguir a aquel hombre, lo veía salir por la mañana con los cupones colgados del pecho, desaparecía y al atardecer volvía sin ellos. Se convirtió en una tarea de seguimiento, era como una rutina o necesidad saber que el hombre de aquella silla de ruedas primigenia había llegado a su casa sano y salvo. 

Así fue hasta que derrumbaron unas casitas y construyeron una fábrica de maletas, llamada MYC. No recuerdo el logo, pero significaba Miquel Iniesta y compañía. Entonces el paisaje se unificó, se unieron los edificios, que eran altos, alineados, con un chaflán con grandes ventanales y las entradas y salidas de camiones del almacén. Es por eso que la niña dejó de ver al inválido de la silla autopropulsada. 

Las vías del tren a lo lejos y las puestas de sol cambiantes, así como el nombre de la calle (la llamaron Mn. Jaime Busquets). Todos los días igual, todos diferentes.

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